miércoles, 5 de septiembre de 2012

La belleza.




A pesar del agotamiento no me cansaba de observar las calles, las casas intentando imaginar qué vida podría desarrollarse tras aquellos postigos de colores. Me acuerdo muy bien del barrio musulmán. De Acheen Street. De los hombres que corrían hacia la oración de la noche con una faja de tela bordada en la cintura. De los hadji que habían peregrinado a La Meca, los cuales lucían una túnica blanca y un gorro negro como signo de sabiduría. NO debíamos de estar lejos de la mezquita, pues la voz del almuecín sonaba a intervalos regulares por las estrechas calles. Bajos las arcadas, a la sombra de los tenderetes, se movían siluetas de mujeres tapadas con velo de cabeza a pies, cuya irreal belleza, tras tantas atrocidades, me embriagó como un vaso de alcohol fuerte.
Se piensa que el velo oculta a la mujer, que le reduce a una sombra momificada. Al contrario,al protegerla de las miradas el velo sublima belleza, la hace misteriosa y diáfana, deja que la imaginación se encargue de crear rasgos a partir de unas pupilas apenas vislumbradas por unas pestañas negras o, ante una mano fina que sobresale de una manga, invita a pensar en las caricias que doblegarán aquel cuerpo prohibido. Protegida en un estuches, la mujer se convierte en joya. La fea se adorna con las virtudes de la hermosa. La hermosa aviva la pasión con el aire de la modestia.

Las Orquídeas rojas de Shanghai (Juliette Morillot)

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